Réquiem: Zafirah
Publicado originalmente en Todo o nada Réquiem: Zafirah.
Escrito por Alex Kain el 09 de abril de 2019.
Réquiem: Zafirah es uno de los tres relatos cortas de Todo o nada: Réquiem que exploran los pensamientos y sentimientos de algunos de los aliados del Comandante del Pacto después de Mundo Viviente 4 quinto episodio, "Todo o nada."
Texto[editar]
Hubo una visión.
Una promesa... de que venceríamos.
Mi dios está muerto. Al igual que Aurene. La calidez del espíritu de Balthazar es ahora un cristal frío y sin vida. Kralkatorrik me la arrebató, y su marca se apoderará pronto del mundo.
Pensaba que al fin había encontrado... algo. Una esperanza de que me aferraba a algo real. Algo puro y bueno.
Tal vez lo fuera.
Tal vez lo que tuve en el corto periodo entre mi peor momento y el final de todo fue lo mejor que jamás llegaré a tener.
O tal vez la visión que me mostraba a mí ahí, de pie a su lado durante la batalla final contra Kralkatorrik era una advertencia de que me mantuviera al margen.
No hay consuelo en lo que hay más adelante. Todo lo que puedo hacer es mirar al pasado y llevarlo conmigo allí donde vaya.
El rifle de mi espalda es un símbolo de lo que vino primero.
Las primeras cosas que recuerdo: la vista del sol, el calor abrasador del desierto y los gritos de mi familia.
También hay otras voces. Gritos más profundos y guturales que expresan sus alabanzas hacia Palawa Joko, como si el liche pudiera oír su devoción desde la otra punta de Elona. Mi madre y mi padre, mi hermana y mi hermano... me sacaron por la puerta y hacia el enorme desierto con nada más que el rifle de mi madre y una bolsa pequeña y pesada con munición. Demasiado pesada para una niña, pero no lo suficiente para lo que me esperaba.
Me dijeron que escapara a Amnoon. Me hicieron prometer que sobreviviría.
Así que corrí, y sus gritos se unieron al viento del desierto que aullaba a mi espalda.
Hui hacia el norte a través de la Senda del Azote, a través de la Desolación y lejos de Joko, significara lo que significara eso en Elona. Entonces me encontré con el Muro de Huesos. Nadie podía infiltrarse en la puerta sin tener que lidiar con al menos tres docenas de despertados... y no eran de los patanes sin cerebro que se pasaban por las granjas y las aldeas intentando intimidar a la gente para que apoyaran al liche. A estos no se les podía engañar, ni razonar con ellos. Si intentabas colarte por la puerta con una excusa endeble o con papeles mal falsificados, no ibas a prisión.
Te mataban allí mismo.
Lo vi pasar mientras me armaba de valor para probar suerte. Un pobre estúpido se tropezó en frente de mí, insistiendo que tenía permiso para pasar con un pequeño grupo de granjeros que trabajaban en la Ribera del Elon. Los guardas no le mostraron ni paciencia ni clemencia. Tal vez era parte de ese grupo. O tal vez no.
A mí me quedó claro de que nunca conseguiría pasar yo sola. Estaba atrapada, vagando por la Desolación.
No estoy segura de cuánto tiempo me escondí en la Desolación. Estuve sola con nada más que cuarenta y seis balas que me quedaban en aquella bolsa pesada que me dio mi familia. Algunas presas salvajes duraban más que otras, pero una vez me quedé sin munición... se acabó. Tenía que escapar a través de la Puerta de Joko.
Había gacelas de roca, por supuesto. Anguilas de arena y devoradores. Aunque si fallabas un tiro, les llamabas la atención, lo cual era peligroso. Aprendí a no hacer eso.
Un día particularmente desesperado, hasta intenté prepararme una comida con légamo sulfúreo. Cuanto menos diga sobre eso, mejor.
Y si me encontraba a alguno de los Despertados de Joko, también necesitaba las balas. Pero eso era un desperdicio. Aprendí a esconderme de ellos.
Cuando no estaba cazando o intentando planear cómo atravesar la puerta, estaba sola con mis pensamientos. Todos ellos sobre la familia que perdí y todo lo que me habían arrebatado.
La granja, las tareas domésticas, la práctica de tiro por la mañana... La rutina de una vida sencilla. Una vida que ya no era mía.
Por supuesto que quería estar de luto. Por supuesto que quería llorarles. Pero no podía. Llorar lleva tiempo. Esfuerzo. Y no podía desperdiciar eso. Tenía que sobrevivir. Tenía que continuar. Tenía que llegar a la Ribera del Elon, al Oasis de Cristal, a Amnoon.
Tendría que apretar el gatillo treinta y un veces antes de tener esa oportunidad.
Encontrar mi centro.
Espirar.
No apretar. Estrujar.
El ESTALLIDO de la bala. La llama en la boca. El retroceso del rifle. Y luego, el largo silencio.
La silueta de la gacela de roca desapareció del horizonte. Ya estaba hecho.
Pero ya había otra silueta en la distancia. Pensé que era un despertado. Miré a través de la mirilla del rifle y vi que era una mujer eloniana, vestida con las ropas más elegantes que había visto nunca. Estaba mirando a la gacela, comprobando cómo había caído. Se giró hacia mí y me saludó, sentándose en una formación rocosa, como si me estuviera esperando.
Sentí algo. ¿Cuánto tiempo había pasado desde la última vez que alguien se fijó en mí? Semanas. Más de un mes, como poco.
Recargué el rifle y me pasé la correa sobre mi cabeza para que me colgara en un lado. Si intentaba robarme mi presa, sería fácil poner el arma en ristre.
A medida que me acercaba, la conmoción en su cara era tan clara como el cielo es azul. Sacudió su cabeza, impresionada, y señaló a la gacela muerta. Ya se empezaban a acercar las moscas.
"¿Has hecho tú esto?" me preguntó.
"Sí".
"¿Cómo te llamas, niña?".
Recuerdo cómo se movía con cuidado. Despacio. Deliberadamente. Sin miedo.
Cuando me puse entre ella y mi presa, me explicó que la gacela no era mía, que pertenecía a los pastores que habían pagado mucho dinero a los Hamaseen para mantener a la manada con vida. Pero su tono no era ni condescendiente ni malicioso. Parecía... ¿impresionada? ¿Divertida? Nada que me hubiera esperado.
"No sé qué son los Hamaseen", insistí, "pero no pueden quedarse con esta. Ni tú tampoco".
Me sonrió entonces. "No a cambio de nada", dijo. Lo recuerdo porque lo oiría muchas veces más después de aquella. Me preguntó quién me había enseñado a disparar tan bien. Le di la callada por respuesta, pero vio algo en mí. Algo que yo no pretendía mostrar.
Dijo que lo entendía. Que lo sentía.
No podía imaginar cómo podría entenderme esta desconocida. Sentí la ira y la confusión creciendo en mí hasta que dijo: "La Puerta de Joko. ¿Quieres atravesarla?".
No a cambio de nada, por supuesto.
Ella cuidaría de mí. Me llevaría al otro lado del Muro de Huesos. Me perdonaría por disparar a la gacela.
Lo único que necesitaba hacer era prestar mi puntería a los Hamaseen.
Zalambur vio mi talento rápidamente, y se aprovechó de él más rápido aún. En su forma de pensar, si no lo hacía él, lo haría otro. Había un montón de miembros de los Hamaseen que me pidieron ayuda, pero Zalambur era el único que la exigía.
Y Zalambur solo exigía lo mejor.
Cuando vio por primera vez el viejo y desgastado rifle que llevaba, no le importó que pudiera acertar a todo lo que pasara por mi mira. No podía saber lo que significaba para mí. Contra mis deseos, remplazó el rifle de mi madre con uno nuevo que tenía grabado el símbolo de los Hamaseen. Su mira era el doble de poderosa y capaz de disparar el doble de rápido con la mitad de retroceso.
Me dijo que lo necesitaría si quería ser su certera.
Lo detestaba. Pero también, me encantaba. No sé qué pasó con el rifle de mi madre, pero Zalambur insistió en que no tenía importancia. Era un objeto. Un instrumento. Una herramienta para usar y después tirar.
El rifle nuevo me sirvió bien, ya que los objetivos pasaron de ser presas de caza a ser despertados. Y después, elonianos que no conocía. Y después, elonianos que sí conocía.
Zalambur subió de rango entre los Hamaseen apoyándose en el montículo de casquillos de mis balas.
Los Hamaseen me respetaban, pero ese respeto trajo miedo. Incluso con todo el poder que ofrecía Zalambur, sentía que faltaba algo. A pesar de todo lo que tenía, sentía un vacío.
No supe lo que era ese algo hasta que encontré a los Zaishen.
Desde que tengo uso de razón, los seis dioses no tenían cabida en la Elona de Joko. Nunca pasé mucho tiempo pensando en ellos. Zalambur y sus aliados hamaseen no eran exactamente... devotos. Y mis propios padres, que yo recuerde, no rezaban a ninguno de los seis.
Así que, cuando Zalambur me dijo que iba a proteger a un grupo de sacerdotes zaishen mientras atravesaban la Puerta de Joko desde la Desolación hacia la Ribera del Elon, el mismo camino que yo había recorrido años atrás, no le di muchas vueltas. Después de todo, Zalambur me enviaba a trabajar con muchas facciones elonianas. Siempre se consideró una especie de cuidador de los oprimidos que sufrían bajo la bota de Joko. Si había un grupo ahí fuera capaz de irritar al señor liche, entonces Zalambur se llenaba de honda satisfacción apoyándolo.
Pero al ver a aquellos sacerdotes, me pregunté por qué Zalambur estaba perdiendo el tiempo.
Los encontré en una pequeña cueva rodeada por punzantes depósitos tóxicos, un poco al este de los Flujos Ulcerosos. Había ocho de ellos, todos vestidos con pesadas túnicas tintadas de negro y naranja brillante. Su líder, Atsu, tenía una especie de adorno para la cabeza que cubría su cara, como un casco que no pretendía realmente proteger. Recuerdo que pensé que parecía estúpido.
Sinceramente, todo lo relacionado con la orden de los Zaishen me parecía estúpido al principio. Balthazar era un dios del fuego y de la guerra. ¿Cómo se puede vivir la vida para el fuego y la guerra?
Yo era una agente de la muerte y la destrucción dentro de los Hamaseen, pero no porque quisiera serlo. No era parte de mí. Tras años de servicio, incluso con el poder y prestigio que ofrecía Zalambur, seguía sin sentir nada más que vacío y el miedo de los otros Hamaseen. Jamás podría ser una de ellos de verdad, ya que si traicionaban a Zalambur, él me enviaría a mí para acabar con ellos. La gente mantenía las distancias conmigo. ¿Quién querría eso? ¿Quién anhelaría eso?
Me equivocaba. Me equivocaba acerca de todo.
Atsu, el sacerdote, había hecho algo que jamás olvidaría.
Acababa de abatir una patrulla de los Despertados desde lo alto de los cañones, para garantizar un pasaje seguro hacia el norte. Atsu había pedido venir conmigo a mi posición elevada, pera "verme trabajar". Zalambur no quería que hiciera enfadar a los sacerdotes, así que acepté. Pero no le presté atención, ni dejé que su presencia me distrajera.
Encontrar mi centro.
Espirar.
No apretar. Estrujar.
El ESTALLIDO de la bala. La llama en la boca. El retroceso del rifle. Y luego, el largo silencio.
Zalambur había expresado alegría cuando vio mi habilidad con el rifle, sabiendo cómo usarla para sus propios fines. La mayoría expresaba sorpresa o miedo, a sabiendas de que si se les marcaba, jamás llegarían a ver venir su final.
Pero ¿Atsu?
Atsu rezó.
"Alabado sea Balthazar por este regalo".
Rezó después de cada disparo que efectué: cuatro para abatir la patrulla entera.
Había oído muchas reacciones distintas a mi pericia con el rifle, pero nunca a nadie que dijera que era una especie de regalo divino. No... estaba preparada para eso. Cuando intenté no darle importancia, pareció decepcionado. No es que estuviera rechazando su gratitud, pero es que, según él, yo no era consciente de lo especial que era. Lo especial que era para Balthazar.
Entonces, sentí algo. Al principio no sabía lo que era, pero me pareció extrañamente familiar. Un poder. Una presencia. ¿Lo había sentido antes? ¿Había estado siempre ahí?
Atsu desenvainó su daga y presionó la empuñadura contra mi palma. En la base tenía grabada la insignia de los Zaishen, algo que no había visto antes. A mí me pareció dos alas llameantes llevando una diana.
Me dijo que Balthazar bendice a aquellos que actúan.
Balthazar bendice a los que dan un paso hacia delante, no hacia atrás.
Balthazar bendice a aquellos que no dudan, ya sea en la vida o en el campo de batalla.
Y lo más importante, Balthazar bendice a aquellos que pueden quitar una vida para salvar otras.
Para los Zaishen nunca se trata de matar, sino de matar para garantizar la seguridad de muchos.
No para iniciar guerras, sino para ganar guerras.
No para matar, sino para proteger.
Atsu me preguntó por qué estaba matando como certera para los Hamaseen.
¿En qué me había convertido? ¿Era eso lo que de verdad quería ser? ¿Lo que se suponía que debía ser?
No. No lo era.
O al menos, pensé que no lo era. No sabría la verdad hasta...
Balthazar.
Los Zaishen me dijeron que era una de ellos y me aceptaron con los brazos abiertos. Decían que el mismísimo Balthazar me había concedido un don. Y yo les creí. Aquel día sentí la presencia de Balthazar. Su poder estaba ahí, a mi alrededor, guiando mi mano. Me di cuenta de que siempre había estado allí: como la sombra de un pensamiento en lo profundo de mi mente. No supe cual era mi propósito hasta que Atsu me habló en aquella cueva situada en lo alto de la Desolación.
Así que abandoné a los Hamaseen. Dejé a Zalambur. Lo dejé todo.
Pero me quedé el rifle.
Bajo la guía de Atsu, me puse el atuendo de los Zaishen. Aprendí las palabras que Balthazar nos dijo hace mucho tiempo, cuando ayudó a la humanidad a conquistar Ascalon. Aprendí a escuchar su voz en lo profundo de mi ser y la difundí a aquellos que no podían oírle.
Los Zaishen no me tenían miedo. Los Zaishen no querían usarme para sus propios fines. Los Zaishen simplemente eran. Y yo simplemente era. Era parte de ellos, una parte de algo más grande que yo misma, más grande que cualquier persona.
Volví a formar parte de una familia.
Era una sacerdotisa de Balthazar.
Y entonces, mi dios vino a Tyria.
Lo sabía.
En el momento en el que lo vi supe que era mi dios. Sabía que era aquel al que había jurado servir. Aquel que me había concedido mi don. Aquel que había devuelto un propósito y un significado a mi vida.
Pero algo iba mal. Se alzaba enfrente de mí, alto e imponente, con un gran poder emanando de su forma física... pero su poder era distinto del que yo sentí hacía ya tantos años. Su voz no era la misma que escuché en mi interior.
Aun así, su traición me pilló totalmente por sorpresa.
Intenté racionalizarlo. Incluso lo conseguí por un tiempo. Pasaron semanas en las que convencí a mis hermanos y hermanas zaishen para que tomaran las armas contra el comandante del Pacto y los Marcados.
Vi como desperdiciaban sus vidas.
No podía negar a mi dios. El susurro que había sentido una vez en mi interior se hizo más potente y alarmante. Los Zaishen y yo le dábamos a Balthazar cualquier cosa que nos pidiera. Sacrificaríamos nuestras vidas para librar al mundo del Dragón de Cristal.
Los Zaishen se unieron al ejército de los Forjados de Balthazar y marchamos al Desierto de Cristal. Destruiríamos a Kralkatorrik y salvaríamos a Tyria de su vil Marca.
Nada podría detenernos.
Hasta que lo hizo el comandante.
La Guarnición de Argon. Iba a ser mi batalla final.
Sabía que nunca mataría al Dragón de Cristal, pero tenía que hacer algo.
Allí, con la espada de mi dios caído, acabaría mi vida siguiendo mi propia voluntad. Caería luchando, tal y como exigía Balthazar.
Alcé mi rifle.
Encontrar mi centro.
Espirar.
No apretar. Estrujar.
Instinto. Toda lucha se reduce a eso. Estaba furiosa. Quería venganza.
Y le dije al comandante que la quería. Vengarme del Pacto. Vengarme de los enemigos de Balthazar. Habían matado a mis hermanos y hermanas, y al dios que me dio un propósito.
Más tarde, mucho más tarde, descubrí que esa no era exactamente la verdad. Aunque quería vengarme, no era del comandante ni del Pacto, ni siquiera de los enemigos de mi dios.
Quería vengarme de mi propio dios. De Balthazar.
Balthazar mató a los Zaishen, a mis hermanos y hermanas. Balthazar nos mandó a la muerte. Nos mandó a luchar contra el Dragón de Cristal. Para dar nuestras vidas por una guerra que solo podía terminar con la destrucción de Tyria.
Y fue el comandante quien acabó con él antes de que él acabara con todos nosotros.
El comandante me salvó a mí y a lo que quedaba de los Zaishen.
Recordamos a Balthazar de formas distintas. Él nos ayudó a descubrir la mejor versión de nosotros mismos. A encontrar una familia.
No puedo dejar que mi devoción se venga abajo por culpa de en quien se convirtió, de quien nos traicionó a todos.
Mi fe no es hacia el dios en sí. Hacia su carne, tal y como era. Mi fe está en lo que él me hizo sentir: su poder, su potencial. Un potencial que perduró en Aurene.
Hasta que murió...
No sé cuánto tiempo me arrodillé ante el cuerpo inerte de Aurene, buscando algo. Cualquier cosa.
Todo lo que vi allí fue mi propio rostro, reflejado en las facetas del cristal de Kralkatorrik. Empecé a pensar sobre aquellas largas horas en la Guarnición de Argon. Empecé a pensar en lo que hice. Las palabras de Atsu volvieron a mí.
¿Por qué matas?
Me debería haber preguntado aquello antes. Debería haber pensado en cómo Balthazar trataba a los Zaishen. En cómo me trataba a mí.
En cómo trataba a los Zaishen como a herramientas que podía usar a su antojo.
Sus herramientas. Implementos. Cosas para usar y tirar.
Un millar de caras fragmentadas me miraban desde el reflejo del cristal. Un millar de caras con la misma expresión de dolor. Un millar de caras intentando hallar una respuesta a la pregunta de Atsu.
Cuando estaba en aquella guarnición, no lo sabía.
No estaba intentando dar respuesta a aquella pregunta. Con la espada de llamas extintas de mi dios muerto a mi alcance, solo ahora me doy cuenta de que intentaba aferrarme al propósito que me habían arrebatado.
Estaba perdida y llena de desesperación. Mi dios estaba muerto. Mi familia se había convertido en enemiga acérrima de Elona. Aquel que había dado significado a mi vida estaba ahora maldito y convertido en un paria que casi había condenado al mundo entero en un arrebato de locura.
Había pasado mi vida contándoles a los demás las virtudes de Balthazar.
Que Balthazar bendice a aquellos que actúan.
Que Balthazar bendice a los que dan un paso hacia delante, no hacia atrás.
Que Balthazar bendice a aquellos que no dudan, ya sea en la vida o en el campo de batalla.
Que Balthazar bendice a aquellos que pueden quitar una vida para salvar otras.
Que los Zaishen de Balthazar no quitaban vidas, sino que las protegían.
Esas eran las virtudes de Balthazar. Las virtudes por las que yo había vivido. Las virtudes que me habían dado fuerza y un propósito. Y jamás podría volver a hablar de ellas.
Cuando estaba en aquella guarnición, no vi ningún camino hacia delante. Sentí no tener ningún propósito. Quería que todo acabara. Quería que acabaran conmigo.
El comandante me enseñó otra senda.
Zalambur y los Hamaseen me utilizaron como yo utilizaba mi rifle: como una herramienta que disparaba balas para que un hombre aumentara su poder sobre los demás.
Balthazar me usó para derrotar al Dragón de Cristal, sin importar las consecuencias para los Zaishen.
Pero ¿el comandante? El comandante me vio en una visión. Una profecía.
Por primera vez (la única vez) mi destino era firme. No tenía que preguntarme si había tomado el camino correcto, o si había confiado en la gente adecuada. No tenía que dudar de si mis balas o mi espada se estaban empleando para hacer lo correcto.
El destino me había elegido. No una persona ni un dios. No necesitaba volver a preocuparme.
También había algo más. En estas últimas y fugaces semanas, he visto cómo han de ser de verdad la familia y el liderazgo. Aurene estaba bendecida con la magia de Balthazar, pero aun así, era benevolente y gentil. Defendió a aquellos que eran más débiles que ella. Murió protegiendo al comandante. Protegiéndonos.
Balthazar jamás habría hecho eso.
Al fin lo entendí.
Balthazar ha muerto.
Aurene ha muerto.
Tyria está prácticamente muerta.
Pero yo sigo aquí. Sigo de pie, junto al comandante y el Pacto. Junto a los Zaishen.
El destino ha dictaminado que esté aquí, al final del mundo. Si este ha de verse reducido a polvo, entonces difundiré los principios de Balthazar hasta que la tierra se desmorone bajo mis pies. Pregonaré la historia de Aurene y su campeón hasta que el aliento abandone por completo mis pulmones y yo caiga en el vacío.
Me ha abandonado todo aquello en lo que deposité mi fe.
Ahora, en estos momentos finales, pondré mi fe en mí misma y en el destino.
Nada más importa.
Curiosidades[editar]
- En la página de lanzamiento, los tres relatos Todo o nada: Réquiem se han formateado utilizando el programa de código abierto Twine.
- La historia está ilustrada por el socio creativo de ArenaNet, Marius Bota.