El asunto familiar
El asunto familiar es un relato de John Ryan.
Texto
En la tercera noche, la multitud que rodeaba al Castillo de Thorn se había vuelto tan densa que sus hogueras llegaban al río, formando una constelación de piras que se extendía hasta donde al rey Oswald Thorn le alcanzaba la vista.
—Habría jurado que mis árboles de sándwich serían la respuesta a esta hambruna —refunfuñó Oswald—. Se quejan por el hambre, ¿no?
Dribbin, el arrugado consejero del rey, sintió que se le secaba la garganta. El rey era partidario de decapitar a los consejeros que daban malas noticias.
—Vuestro esfuerzo para alimentar al populacho poniendo carne, queso y pan en el suelo fue valiente, Majestad, pero no se trata de eso. Vuestro hijo ha tenido otra… desventura.
—¿Qué? ¿Cómo se ha liberado?
—Los guardias no dicen nada, señor. Al parecer, les mordió la lengua antes de reducir la aldea de Pelchalice a cenizas. Seiscientas almas. Es la quinta masacre en esta temporada.
El rostro de Oswald palideció. Esta noticia le helaba la sangre hasta al temido “Rey Loco de Kryta”.
—Los rumores afirman que se trata de una mujer. Las noticias de Pelchalice han agitado a la plebe. Temen que hayáis perdido la cabeza…
El Rey Loco levantó una ceja ante Dribbin.
—Lo que quiero decir, señor, es que la gente teme que hayáis abandonado vuestras predilecciones regias habituales por pura carnicería animalista.
—¿Dónde está mi hijo?
—Vive en vuestro salón del trono, señor.
—Mocoso insolente —suspiró Oswald—. Me encargaré de esto personalmente. ¡Y averigua por qué los árboles de sándwich han fallado!
Dribbin hizo una reverencia.
Oswald abrió de golpe las puertas de la majestuosa sala del trono, su voz retumbaba mientras cruzaba el gran salón opulento.
—¿Pretendes que te quiera una mujer, Eddie? Pues toma como rehén a su padre, pero no arrases una aldea. Nunca prestaste atención a mis lecciones.
El príncipe Edrick Thorn estaba sentado en el trono descuidadamente. Era un muchacho larguirucho, de apenas veinte años, con el pelo de punta y labios y ojos untados con brea. Al igual que todos los chicos privilegiados de su edad, tenía dos expresiones faciales: fruncir el ceño o sonreír.
—Sabes que odio que me llames Eddie. Es Edrick —dijo con el ceño fruncido—. O “el Príncipe Sangriento”.
—No empieces otra vez. Es tan vergonzoso como cuando te haces llamar “Señor del Dolor”. Y no eres rey, así que baja de mi trono.
—Si voy a ocupar tu lugar algún día, debo acostumbrarme a la parafernalia del poder. —Edrick seguía sentado en el trono, sonriendo burlonamente a su padre—. Además, nunca se sabe cuándo será tu último día como rey.
—¿Pero por qué Pelchalice? Una gran forma de convocar a una multitud, lo cual lograste. Nunca mates gente a no ser que sea parte de la broma, querido.
—La broma eres tú. Pensé que te haría gracia.
—¿Qué tiene de gracioso ver a mis súbditos tratando de asaltar el castillo? —dijo Oswald deteniéndose en mitad de un paso.
—Pues que yo los llevé allí. Durante años, has jugado con tus súbditos, has hecho de ellos el blanco de tus bromas. Decidí que sería perfecto para poner fin a tu reinado y empezar el mío. He utilizado tu reputación para iniciar un derrocamiento.
El rey Oswald gruñó, agarró al príncipe y lo apartó del trono. Cuando el muchacho cayó al suelo pulido, Oswald saltó sobre él, apuntando con el dedo a la cara pintada del chico.
—¡He despellejado, quemado, hervido, trinchado, reventado, desangrado, destripado, pisoteado, congelado y catapultado a mis súbditos! Pero siempre era parte de una broma maravillosa. ¿Qué el campo se inunda? ¡Clava zancos en las piernas a todo el mundo! ¿La peor tormenta de nieve en un siglo? Disparo escombros ardientes a los pueblos para mantenerlos calientes. Me preocupo por mis súbditos. Tú solo quieres sangre en tu espada. Eres un gran fracaso para los Thorn.
—¿Has terminado? —dijo Edrick sonriendo socarronamente—. Porque sé que la gentuza de fuera no lo ha hecho. Renuncia a tu reinado e iré a expulsarlos, o te mataré ahí mismo y les haré creer que he acabado con su Rey Loco. En cualquiera de los dos casos, el trono será mío al amanecer. Con el tiempo, se olvidarán de ti.
Oswald soltó a su hijo y se alejó.
—Una oferta interesante, hijo. No te creía capaz de idearla. Dame hasta la madrugada para tomar una decisión.
—No, padre. Nada de trucos.
—Un retraso entonces. Tengo mucho armamento en la cripta. Raras espadas largas ascalonianas que nunca se desafilan, una armadura de sol de la Gran Dinastía completa forjada a mano… Al menos deberías ver lo que vas a heredar.
—Muéstrame el camino, padre. —A Edrick se le hacía la boca agua.
Al entrar en la cripta, Edrick esperaba encontrarse con filas de armas y armaduras exóticas. En cambio, en las filas posteriores de velas languidecientes había una caja de metal adornada en la que cabría un hombre.
—¿Decepcionado? —preguntó Oswald—. Ahora ya sabes lo que siento por ti.
—¡Me has engañado!
—Siempre has sido fácil de engañar. Pero tengo algo para ti. Supongo que has oído hablar de esa caja.
El rostro de Edrick labró una nueva expresión: la del miedo.
—Así lo he llamado. Oh, es terrible. A ver si se me ocurre otro nombre.
—El último hombre al que encerraste allí se comió su propio rostro.
—A decir verdad, era una mejora. —Oswald agarró a su hijo y le propinó una fuerte patada en las rodillas, doblándolo—. No me gusta explicar las bromas, pero haré una excepción. Si alguien me amenaza de esa manera, lo ejecuto públicamente por traición. Pero no eso te haría famoso. Tengo algo mucho peor para ti en mente.
—¡Me volveré loco ahí!
—Tal vez eso te convierta en un Thorn en condiciones. Oh, un pequeño regalo de despedida para ti. —Oswald buscó en su bolsillo y le metió un puñado de caramelo en la boca a su hijo antes de empujarlo hacia el relicario y cerrar la tapa. Oswald llamó a Dribbin a gritos, quien irrumpió en la sala, tomo antiguo en mano.
Mientras Dribbin recitaba, unas cadenas serpenteaban sobre el relicario y en torno a este. Cuando hubo terminado, la caja estaba entrelazada.
—No la toquéis sin guantes, Majestad —dijo Dribbin—. El pabellón drenará a cualquiera que toque la caja. Ahora, señor, nada más lejos de mi intención que cuestionar…
—Llévalo a Istan —ordenó Oswald—. Mi difunta esposa Zola tenía una casa allí en una isla desierta. Deja que el sol fría lo que queda de la mente de mi hijo. Ah, y Dribbin, pide a tus escribas que vayan a los archivos y borren toda mención de mi hijo.
—Señor, esa empresa llevará tiempo, y no estoy seguro de que podamos lograrlo antes de la caída de las puertas. Los guardias y vuestros cortesanos ya han huido. Estamos solos e indefensos.
Oswald se cernió sobre el consejero.
—¡El Rey Loco ha hablado! Aunque este castillo caiga, no habrá rastro de ese fracasado de mi hijo.
Al amanecer, Dribbin y sus escribas se reunieron con el rey Oswald en el salón del trono.
—Los registros están eliminados, Majestad. Es como si vuestro hijo nunca hubiera existido.
Oswald miró a la muchedumbre que entraba por las puertas recién asaltadas. Era solo cuestión de tiempo.
—Me atrevo a decir que los únicos que saben lo que le pasó se encuentran en esta sala —añadió Dribbin.
El Rey Loco sonrió, desenfundó su espada y miró la garganta de Dribbin.
—Tiene gracia que digas eso.
El relicario de Edrick nunca llegó a Istan. Lo robaron una y otra vez una sucesión de caudillos, tahúres, sacerdotes y poetas que acabaron enfrentándose a un destino funesto. Su historia atrajo a los eruditos de la Academia Nolani, que estudiaron el relicario hasta que una guerra aniquiló la escuela.
En medio de los escombros y los años, permaneció inactivo hasta que una erudita con iniciativa se abrió paso hasta una cámara y encontró una caja rodeada por cadenas esperándola.
—Hola —dijo la maestre Tassi mientras se acercaba a él—. ¿Qué es esto?
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